En su presencia, ninguno de nosotros se atrevió a contradecirle, después, en la cantina, fue saliendo de nuestras bocas un murmullo cada vez más audible que pronto se convirtió en voces cargadas de ira que eran contestadas por golpes de manos temibles sobre las robustas mesas de roble. Las lenguas se entremezclaban, se oía flamenco, pero también francés y por supuesto español y el alemán tosco de los suizos. Los gritos se calmaban y fue el momento en el que vi la oportunidad. Me subí a una mesa y poco a poco, con gruesas razones iba llevando a mi orilla a aquella soldadesca desairada y violenta. Al final cuando les repartí la bolsa llena de monedas de oro y les prometí muchas más, pocos fueron los que no quisieron pasarse al bando hereje, ni que decir tiene que el que no lo estuvo pagó allí mismo la apuesta con su vida. Ya se sabe, los mercenarios somos gente de fiar, si hay oro por medio, claro. Quien esté dispuesto a luchar gratis deshonra la profesión.
Lo que no pude prever fue lo que vino después, salieron del tugurio en el estábamos y fueron directos buscando la tienda del capitán que una hora antes les había parado los pies. Lo encontraron limpiando y cargando su pistola, así que Gastón, el parisino, que iba el primero recibió una contestación entre los dos ojos cuando entró con la espada en alto y vociferando con muy malos modos, el segundo, Jürgen el tuerto, se encontró una estocada fea en pleno estómago. Pero la marea no es algo que se pueda contener y aquella turba acabó con la vida de mi querido hermano, pero padre, ya sabe, son cosas de la guerra, puede pensar que fue culpa mía, que no debería trabajar para los que luchan contra la fe verdadera, pero hoy por hoy, el gran Felipe IV nuestro señor, no puede pagarme tan bien como sus enemigos y uno se debe a su profesión antes que a su rey.
1 comentario:
Creo que al señor Alatriste le ha salido un rival duro de pelar. El tono del relato es perfecto, Carlos, me gusta este estilo.
Abrazos
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