29.5.09

Un millar de botas gastadas (III)

Alvaro Martín se sacudió las gotas de lluvia del coleto y empezó a golpear el suelo con los pies para calentarse, poco a poco sintió como un hormigueo le subía desde los talones hasta los muslos desentumeciendo los miembros ateridos.

Como casi cada día después del chaparrón se empezaba a vislumbrar un azul de hielo hacia el oeste, allí donde se suponía que debía estar el mar. Miró a su alrededor y vio como sus hombres maldecían aquel agua traicionera y como se decían unos a otros lo bien que estarían en Gante al calor de una de las pupilas de madame Lacroix.

Aquellos eran sus compañeros, soldados por profesión y por destino, que habían acabado en su compañía, donde todos juntos llevaban ya tres años pateando aquel suelo extranjero que les odiaba. Pertenecían a la 4ª compañía del Tercio viejo de Plasencia y como muchas cosas en aquel imperio en descomposición sus propios efectivos iban disminuyendo poco a poco sin que nadie se preocupase de reemplazar las bajas, que si bien no lo eran últimamente provocadas por batallas reñidas a ejércitos, si eran provocadas por los peores enemigos de un soldado: las disputas producto de la inactividad, las enfermedades provocadas por el frío y la humedad y el mal francés que campaba a sus anchas por los burdeles de todo Flandes. Ya se sabe que el soldado se gastará antes su última moneda en una mujer que en cualquier otra cosa.

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